La pregunta de qué sucederá con Haití cuando no sea noticia comienza a repetirse con cierta frecuencia. Si se atiende a la experiencia de tragedias anteriores, unas naturales y otras provocadas, la respuesta, por desgracia, resulta descorazonadoramente sencilla: nada muy distinto de lo que está pasando ahora. Los medios de la ayuda internacional seguirán siendo insuficientes y, si acaso, lo único que se habrá desvanecido será la sensación de urgencia, la conciencia de que cada hora que pasa resulta decisiva para paliar los efectos de la catástrofe. Hombres, mujeres y niños seguirán deambulando por lo que fueron sus ciudades y sus casas, sólo que uno o varios escalones por debajo del umbral de extrema miseria en el que se encontraban antes del terremoto.
Aunque resulte sorprendente, en una catástrofe como la de Haití hay, por así decir, poca noticia, aunque de colosales dimensiones. En realidad, sólo una, que se puede resumir en pocas palabras: un temblor de tierra ha devastado un país entero y dejado decenas de miles de cadáveres. A partir del momento en que el resto del mundo conoce un enunciado tan brutal y tan escueto, el esfuerzo para ilustrarlo y darle desarrollo tiene que ajustarse necesariamente a un mismo e invariable esquema. Primero, los testimonios del momento crítico; luego, la búsqueda desesperada de supervivientes; poco después, el consuelo de los milagros, cada vez más raros a medida en que pasan los días; finalmente, las escenas de pillaje a consecuencia del hambre, la sed y la desesperación.
Pero, siempre a juzgar por la experiencia de tragedias anteriores, en este esquema repetido una y otra vez llega un momento en que, de manera imperceptible, las noticias van cambiando de protagonista. Junto a las víctimas, y muchas veces suplantándolas, empiezan a aparecer fardos de ayuda debidamente identificados según sus remitentes, equipos de voluntarios cuya organización se reconoce por los logotipos que lucen en gorros y chalecos, dirigentes de países que se han volcado en el envío de ayuda. Éste es, sin duda, un instante crítico, si no para la suerte de la población, que ya está echada para décadas, sí, al menos, para un asunto del que cuesta hablar cuando aún permanecen miles de cadáveres bajo los escombros: la ostentosa exhibición de la solidaridad, no la solidaridad misma, provoca en ocasiones la impresión de estar presenciando un acto indecente.
Cuando la noción de visibilidad se ha convertido en un criterio habitual para las agencias de cooperación, organismos oficiales de ayuda e, incluso, ONG, el riesgo de roces entre donantes se multiplica, como se comprobó hace pocos días con las declaraciones de responsables políticos franceses y brasileños en relación con el despliegue de los marines norteamericanos. Por descontado, detrás de estos roces existe sobre todo un problema de coordinación internacional que tarde o temprano acabará por resolverse. Pero cuesta cerrar los ojos ante la dimensión moral que queda en evidencia, sea relevante o no para quienes necesitan socorro y hay que llevárselo. ¿Esto es solidaridad con los haitianos o simple satisfacción narcisista de contemplarnos a nosotros mismos defendiendo una causa incontestable?
Escrito por: José María Ridao.
Fuente: El País.
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