Hay que ajustarse la dignidad al pecho y saltar la valla blanqueada para que no nos siga doliendo la memoria.
Hay que apretar los dientes y saltar la valla de los miedos, de esa
triste desconfianza en que aprendimos a mirarnos quienes nunca acabamos
de querernos.
Hay que mirar al frente y encarar la valla que nos tilda de
incapaces, esa que nos vive enrostrando nuestra mentida idiosincrasia y
que remite nuestro destino a la sangre o a los cielos.
Hay que seguir saltando la valla de los celos y la discriminación, hasta que ser mujer no nos cueste la vida o la vergüenza.
Hay que saltar también la valla del racismo y que podamos
descubrirnos iguales quienes andamos presos de las mismas
circunstancias, quienes somos y estamos atados a los mismos intereses.
Hay que saltar la valla de la impunidad, esa que nos condena a
repetirnos, a celebrar el crimen y elogiar al asesino como si una sola
muerte no bastara y deban los honrados morir dos y más veces.
Hay que saltar la valla de los credos para que no se vuelva impedimento la fe que nos impulse hasta otra valla.
Hay que saltar la valla de la arrogancia, la misma prepotencia
acostumbrada a cubrirse de elogios los oídos para así desmentir a los
espejos.
Hay que saltar de nuevo la valla del atropello, la valla de los
apagones, la valla de los precios y el costo de la vida, la valla del
agiotismo y la especulación, la valla de la superchería y la ignorancia,
la que nos embarca en yolas sin destino, la que nos niega el derecho al
sueño, la que nos separa y nos desune, la que nos intimida y acobarda.
Hay que saltar la valla del hambre y la miseria, la de la corrupción,
la valla de las vainas que amenaza dejarnos en la calle, la valla del
olvido, la valla del destierro, todas las vallas.
Lo dice Félix Sánchez...
¡Hay que saltar las vallas!
Fuente: Hoy
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