Andrés L. Mateo
La palabra entre nosotros los dominicanos ha descalificado su magia,
la hipnosis de lo verosímil, su poder de significación. De ese espacio
de asombro, admiración, pensamiento y creatividad infinita, la palabra
se ha convertido en un estéril y desolado territorio. Y los plumíferos
oficialistas creen que yo soy el peor de todos porque lo digo.
Lo cierto es que estamos aturdidos de palabras vacías, de la burda
manipulación del espíritu que caracteriza a la sociedad dominicana de
hoy, del frío cinismo que ha convertido el saber implícito de la
expresión en un equívoco.
Y cuando se oye hablar a un político, a un “estratega”, a un
“comentarista”, a un plumífero enriquecido; ya no sabemos si habla para
que podamos entendernos o solo para engañarnos. Nuestro signo es la
desvalorización de la palabra, que se convierte en lo contrario de su
naturaleza comunicativa, en un instrumento de ocultamiento.
La palabra es aquí una maldita ramera que sólo sirve para hurtarnos
la verdad. Y quien quiera comprobarlo que oiga los programas radiales,
que pinche el control de su televisor y haga un paneo a los programas de
opinión, que se detenga un instante en los análisis sin el lastre de la
inteligencia de los plumíferos multimillonarios que han agotado el
catálogo de todo lo que ya no asombra a nadie en esta extendida
prostitución de los valores.
Que escuche los informes del Gobernador del Banco Central, que se
muera de la risa buscando la carne de los Salamis que dicen las
etiquetas que tienen, que vea un documental de Sandra Severino en el que
Leonel Fernández, más que un Presidente de un país pobre, es un Ser
superior que nos hace el favor de gobernarnos; que estudie la imagen en
la televisión del vicepresidente Alburquerque desgañitándose para decir
que se acabó la pobreza, que mire con asombro la gesticulación opresiva
de Reynaldo Pared(“Marqués de Los mogotes” y “Príncipe del barrilito” ),
y que se dé golpes de pecho tratando de penetrar las insondables
agruras de Bauta Rojas cuando describe las “bondades” de nuestro
sistema de salud pública.
La sociedad dominicana es la sociedad de la mentira, una suerte de
comedia del arte con un gracioso decorado en el que aplauden obispos,
alguaciles y declamadores, políticos y comerciantes, beatos y corruptos
de toda laya, muchachas lánguidas y putas rejugadas que tienen muchas
muecas en la cacha del revólver, diputados con chamarras y cabilderos
con leontina, funcionarios que tienen una querida en cada edificio que
construye el gobierno, truchimanes que manejan el arte de mover cuentas
en bancos extranjeros como si fueran prestidigitadores, generales a
granel cuyas únicas batallas han sido sobre el vientre de sus amantes,
politicastros que arman ventorrillos políticos para venderlos al mejor
postor, “líderes” por yardas, traficantes de sueños que orillan las
madrugadas repletos de balseros rumbo a las costas de Puerto Rico,
izquierdistas trasnochados con sus sacos cruzados de cuatro botones y
el chequecito que les ensucia la conciencia en el bolsillo, damas
piadosas que dedican sus días a combatir la pobreza que sus maridos
producen, predicadores enronquecidos bridándote la última oportunidad
para tu salvación, proyecteros incansables que te asaltan en la calle El
Conde con la fórmula final para la salvación de la patria.
¡Oh, Dios, qué fauna, la de las ciudades! ¿Cómo pedirle a un pobre maestro que su discurso se parezca a la vida?
Mordida por el ángel de la muerte que le desgarraba el alma, Sor
Juana Inés de la Cruz pasó inventario a su vida, y la halló mala.
Entonces miró a los ojos de Dios en el espejo de la misericordia, y
lanzó aquel grito famoso que ha recorrido más de tres siglos de un dolor
universal: “Yo, mi Dios, soy la peor de todas”.
Esa confesión era el remordimiento, el cúmulo de sueños y
aspiraciones fallidas que trató de inculcar en sus relaciones humanas,
el malestar porque al mirar hacia atrás la condición del prójimo seguía
siendo la misma, pese a que su corazón había impulsado la imagen utópica
de un mundo que buscaba reconciliarse obstinadamente con su
espiritualidad.
Lo más parecido a Sor Juana es un maestro y un escribidor. Rata de
biblioteca (como dijo el plumífero), mis reflexiones pueden estar
alejadas de la tierra sólida del sentido común que define a los “hombres
exitosos” de nuestros días, a los nuevos millonarios que alguna vez
fueron humildes profesores universitarios en la UASD, como yo; pero
reúnen pensamiento y voluntad que parecen extraer fuerza de un bello
sueño interior. Y eso sí que no lo pueden decir quienes usan la palabra
para encanallecerla, aunque, como Sor Juana, yo sea el peor de todos.
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