Por:Edwin Paniagua.-
Junio es el mes en el que finaliza la docencia en los colegios y escuelas. El día más feliz, o el menos, es cuando se entregan las notas. Si el estudiante aprobó la razón es: “Salió igualito a mí, yo era así en la escuela”; si, por el contrario, reprueba una asignatura o el curso, entonces la explicación será más que evidente: “A esa profesora le cogió con él”. En ningún caso el/la docente tendrá las de ganar (y, supuestamente, esa es la única paga).
En la fe y en la vida ocurre lo mismo. Cuando una persona ha tomado la decisión de actuar con responsabilidad política, religiosa, laboral o familiar se encontrará en la disyuntiva de que sus palabras parezcan rebotar contra una pared de acero inoxidable o esfumarse en el vacío. Ahora bien, la realidad es otra: los méritos siempre son personales, pero nunca, individuales.
Un hijo/a que triunfa sabe que sus padres (o alguien que fungió como tal) es corresponsable de su éxito. En cualquier premiación, los galardonados han adoptado el estereotipo de agradecer su reconocimiento a Dios, a su familia y a su equipo de trabajo.
El camino de quien responde a la vocación de guía es una colina. ¿Tendrá recompensa? Analicemos algunas posibilidades. ¿Será felicitado por las personas que orientó? La minoría de las veces. ¿Recibirá, con frecuencia, la gratitud de las personas que ayudó? Difícilmente. Si bien es cierto que su senda es empinada, no menos cierto es que su satisfacción consistirá en ver en la cumbre a quienes acompañó.
Orientar los pasos de otro es lo mismo que tratar de moldear el fuego: con frecuencia se quemará la piel, el calor nos consumirá y un día la llama se dará cuenta de que no se trataba de extinguirla, sino de inflamarla. Cuando hablemos favorablemente recibiremos aplausos; cuando se corrijan desviaciones y se demanden sacrificios, la situación será diferente. En ambos casos, cuando aparezca el cansancio de tal peregrinaje hay que recordar nuestro objetivo ni era el aplauso ni la sanción: era el ascenso.
Fuente:La información
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