Después de 10 lustros de chorro de voz
enlatada en más de 50 millones de copias; un trasplante de hígado que
considera la suerte de su vida; un disco, 50 años después,
donde colaboraron muchos de sus compañeros de andanzas, y una gira por
América Latina, Raphael aparece más templado. Se encuentra al filo de
los 70 y ha perdido –o aparcado– gran parte de sus tics histriónicos. Se
le ve menos brazo de mar, con menos decibelios y menos revoluciones.
Menos invasivo. No es que sea normalito. Sería borrar de un plumazo su
medio siglo de micrófonos y escenarios. Pero se presenta reidor y
tranquilo. Y cuando se sienta en el sofá parece casi modoso.
Pregunta. Hace una década, cuando hizo Jeckyll y Hyde, estaba apataputao. ¿Se le ha pasado?
Respuesta. Es una frase muy mía: “Estoy apataputao de claveles la Gran Vía”. Y sigo totalmente apataputao, porque las cosas que a mí me pasan en esta vida son de apataputamiento. En vez de asombrado estoy apataputao.
P. Cincuenta años dando el cante. ¿No nos va a dar un respiro?
R. No pienso, mientras me encuentre bien. Y son casi 52 años. Lo que no voy a hacer nunca es el ridículo.
P. ¿Dónde está la línea entre hacer el ridículo y seguirse mirando satisfactoriamente en el espejo?
R. Yo no me miro en el espejo. Soy antiespejo. Sé que tengo fama de que estudio mis cosas en el espejo, pero jamás lo hago.
P. Quiere decir que
todos sus movimientos y gestos son espontáneos: el robo de la bombilla,
la chaqueta al hombro, la salida de pecho aquí estoy yo…
R. Es espontáneo y cada día
diferente. Cada concierto mío es único e irrepetible. No estoy dirigido
por nadie, ven aquí, mira hacia acá, te vas p’allá. No. Lo de la chaqueta al hombro lo hice en una película, Mi gran noche, porque el director me lo marcó, y se quedó como un sello. Y la mano p’arriba esa, igual.
Raphael asegura que no ha visto un espejo en
su vida. Pero al entrar en la habitación del hotel donde hemos quedado
le pillo atusándose en uno de ellos, ante una panoplia de brochas,
sombras, coloretes, brillos y quitabrillos que le tiene en una consola
la profesional que le ha dejado hecho un pincel para las fotos. Es
coquetísimo, a pesar de que parezca que su atuendo acaba de caerle
encima sin que él tenga arte ni parte. Y, aunque no sabe decir el tono
exacto de sus mechas, cuenta que se las da su peluquero, que también le
mantiene el color del pelo. Lleva con él media vida.
Fuente: El País
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